Escritos

Fragmentos & Poesías

Bermúdez y Francisco Beiró

Miguel Ortemberg

(Fragmento de la novela La reencarnación de Buda en Lope de Vega y Jonte)

Horacio tardó tres cuadras en volver a razonar. El fracaso de la entrevista lo había desarticulado, pensaba que debía aprender inglés y en Rocardo como obstáculo para llegar a Helena.

Caminaba con dificultad; su corazón lastimado apenas movía la sangre que corría por sus venas. Se acordó de su madre, cuando le decía “Estudiá inglés que te va a servir; hoy sin inglés no vas a ningún lado, con un solo idioma sos casi analfabeto”.

Lo habían mandado de chico a profesores particulares y a la Cultural Inglesa de Villa Luro, donde se enamoró de su profesora, pero no pudo con el inglés ni con la profesora. Una fuerza interior lo apartaba del idioma sajón.

Volvió a pensar en Helena y en lo lejos que estaba de poder acercarse a ella.

Lo embargaba la vergüenza de llegar a su casa y decirle a su madre: “Tenías razón mamá, perdí este trabajo excelente por no saber inglés”.

Recordó otra vez la figura de Helena, su mirada y la sensación de volar que le había dejado en el cuerpo.

Después siguió la vida cuesta arriba, desapacible, extraña; tenía muchas ganas de matar a los asesinos de su padre, soñaba desde hacía dos años con la venganza, también con asesinar a los policías que armaban la “zonas liberadas” para los delincuentes. Lo dominaron el odio contra el sistema, el mundo, la realidad, el capitalismo, el idioma inglés, estaba rabioso y enojado consigo mismo. Enajenado, caminó por Lope de Vega hacia avenida Álvarez Jonte.

Llegando a la bocacalle de Tinogasta, pasó a su lado una joven gitana, vestida con su traje típico y un colorido pañuelo en la cabeza. Llevaba un bebé en brazos. Su blusa abierta dejaba ver uno de sus pechos; mientras sosteniendo al crío con el brazo izquierdo dándole de mamar, con el derecho pedía dinero a cambio de leer el destino.

—Buenmozo, déjame ver tu mano que te adivino la suerte —le dijo a Horacio.

—Gracias, pero ya conozco mi suerte, es una suerte de mierda.

La mujer lo miró y Horacio pudo ver su rostro: era muy joven para ser madre y tenía unos bellos ojos negros. Impactado, titubeó por un instante y ella aprovechó:

—Por un tiempo más vas a ser dos, estarás dividido como ahora, pero al final serás un hombre.

Horacio no respondió y le dio la espalda. Mientras se alejaba, ella pidió:

—¡Dame dinero por lo que te dicho, que no es poco!

Horacio se fue sin pagar ni entender, impresionado por un hilo de leche mezclado con baba que corría por el pecho de la adivina  mojándole  la blusa.

Ella gritaba desde lejos:

—O me pagás ahora unas monedas o mucho más después, cuando seas un hombre… ¡Pero me pagarás como que soy gitana!

A la altura de Nogoyá pasó caminando en sentido contrario un grupo de chicos vestidos con el uniforme de la escuela secundaria; charlaban y se reían, alegres y despreocupados de andar por la calle. Se acordó de su inocencia y de la felicidad perdida cuando jugaba todo el día con sus amigos a la PlayStation y creía, como casi todos, que la violencia social y la inseguridad eran temas periodísticos.

Unos minutos después, cansado y confundido, llegó a la esquina de Álvarez Jonte y Lope de Vega. Oyó una voz:

—Horacio, Horacio… ¿Cómo andás? ¡Vení, entrá!

No reaccionó, hay que creer para escuchar. Levantó la vista y al mirar al cielo sintió por un instante que tal vez existía algo en el mundo fuera de su cuerpo tenso y desarticulado.

Entonces bajó la mirada, respiró profundo y se quedó congelado en aquella esquina. Era como un poste de palmera creosotada clavado al costado de una ruta para sostener cables y pajarracos; luego observó colectivos, autos, semáforos y una paloma aplastada contra el asfalto a la que el viento le movía algunas plumas, como si todavía quisiera volar. Pensó en vivir, en seguir viviendo. Se sentía como la paloma, aplastado y con ganas de volar… entonces recordó a Noemí, su última novia, y los partidos de fútbol con sus amigos. Sintió hambre. Giró la cabeza y reconoció a Perfecto que le hacía señas para que entrara. Se metió en el templo de los templos: la Pizzería El Fortín, donde muchas veces había estado con su padre.

Perfecto era uno de los dueños y guía espiritual de la antigua pizzería. Sobre el mostrador humeaban los primeros cortes del día: una montaña de fainá tibia recién horneada, gruesa, húmeda  con su piel crocante ; una de espinaca con salsa blanca, otra redonda de napolitana con tomates, ajo y perejil y una de mozzarella con el queso derretido y el aceite condimentado chorreándose.

Por el pequeño vano en la pared se podía ver en la cocina el viejo horno de leña donde crepitaba la madera dura mezclada con el álamo.

Eran las once en punto cuando eligieron una mesa cerca de la ventana y se sentaron a conversar. Perfecto pidió a uno de los mozos dos porciones de muzza con una de fainá y una coca para Horacio y una cerveza para él.

—¿Cómo andás? Te llamaba y no me dabas pelota, creí que estabas esperando a alguien y que por eso no entrabas —dijo Perfecto con voz pausada y tranquila.

—Estoy bien, peleándola, pero no espero a nadie: estaba acomodando ideas.

—Sí, la cabeza a veces anda sola. Te reconocí enseguida.

—¿Sabés lo de mi viejo, no? Desde que partió no vine más por acá.

—Sí. Vos seguramente no te acordás, había mucha gente ese día, estuve en el velorio. ¿Qué viniste a hacer por el barrio? ¿Siguen viviendo en la casa de Juan Bautista Alberdi y Olivera?

—Seguimos. Mi vieja la puso en venta porque tiene miedo por lo que pasó; además, en ese lugar el viejo está presente, es difícil quedarse. Pero apareció un comprador y ella no quiso vender, es difícil irse también.

—Cuando tu viejo tenía el taller acá a la vuelta, venía seguido. ¿Te acordás del quilombo de 2001? A todos nos costó remontar. Veníamos vendiendo muy bien, unas mil pizzas por fin de semana… ¡Hay que vender mil redondas! Después del corralito nos fuimos a la mitad. Tu viejo tuvo que bancar la parada y pagarle al socio que se quiso ir. ¿Qué hacés por acá?

—Fui a una entrevista de trabajo, pero no me fue bien, me falta el inglés.

—¿Tu mamá sigue trabajando de profesora?

—Sí, labura muchas horas, pero con el sueldo de ella y la pensión del viejo estamos justo en la línea de flotación. Tengo que ayudar a bancar y pagarme los gastos de la facultad, que debería retomar.

—¿Y tu hermana?

—Florencia tiene quince, estudia, ahora está mucho mejor, los primeros meses después de esa noche casi no hablaba.

—Mirá, este boliche nos da de comer desde el ’65. Si querés venite a darnos una mano, al menos mientras no tengas otra cosa. Está de licencia Sixto por unos días, un pibe salteño, que se tuvo que ir por temas de familia. Es ayudante en la cocina, podrías cubrir ese puesto por ahora, después vemos. Viene a reforzar el equipo de jueves a domingo desde las seis hasta el cierre. Es sacrificado, porque cerramos a las doce y después limpiamos, vas a terminar cansado para ir a la milonga, pero podés empezar ya. —Horacio tardó unos segundos en responder y Perfecto reaccionó como si anticipara un rechazo—. En una de ésas, no es un laburo para vos…

—No, no es eso, le agradezco, me viene bien, la verdad me viene muy bien, porque es jodido estar sin un mango y no poder ayudar en casa. El laburo es laburo, mi viejo era un laburante.

—Tu viejo era un artista, hacía cosas increíbles con las manos, era un tornero de aquéllos, acá viene mucha gente que lo conoció. Esta guita no será mucha, pero te va a ayudar.

—¿Cuándo empiezo?

—Venite el miércoles unas horas, así te metés en el tema, te presento al hijo de un socio, es un abogado joven que labura con nosotros, después comemos una pizza y el jueves empezás. Me gusta que tengas la humildad de trabajar con las manos como tu viejo; él era muy bueno, en una de esas tendrías que haber aprendido ese laburo.

—Mi viejo quería que estudiara, no que laburara en el taller.

—Puede ser, pero es bueno que no se pierdan los oficios.

Perfecto no lo dejó pagar la cuenta. Horacio saludó y se fue, no tocaba el piso con los pies, la pizza lo había llenado de una sensación de bienestar que ahogaba su angustia, salvándolo de sí mismo. Produciendo una especie de coraza emocional, armadura invisible, como segunda piel, que lo protegió de la intemperie y de sus propias fantasías. Propiedades únicas de la pizza horneada a leña, acompañada con fainá y bebida cola o vino moscato (combinada con cerveza helada suele tener otros efectos).

De regreso tomó el colectivo 107  y viajó sereno hasta su casa.