Escritos

Fragmentos & Poesías

DIEZ

Miguel Ortemberg

Al otro día me fui a buscar al flaco Abel.

Salí de casa temprano y doblé por la calle Honduras caminado despacio, y al llegar a la esquina me acarició el olor a pan recién horneado… había tomado tan sólo unos mates antes de salir.

Por la tarde tenía que dar una teórica en la facultad. Podría sanatear o suspenderla inventando algún motivo.

El sol hacía brillar los colores y el aire limpio parecía campestre. El cielo no tenía el azul de la bandera, era más bien un azul diáfano y vivo, como los colores que llevan los animales en sus plumas y pelajes. Algunas pomposas y blancas nubes viajaban suavemente hacia el norte.

La plazoleta Cortázar estaba vacía. La atravesé en dirección a Juan B. Justo.

Cuando llegué a la esquina de Godoy Cruz un torrentoso río de autos y camiones me interrumpió el paso y quedé anclado en la esquina. Resultaba difícil respirar el vaho que desprendían los motores viejos y desafinados.

Mezclados con la pobreza, circulaban a gran velocidad coches japoneses manejados por acorbatados señores que hablaban por sus teléfonos celulares mientras manejaban; otros no sólo hablaban y manejaban, sino que también fumaban.

Fumaban, hablaban por teléfono, manejaban… me dieron lástima. Los imaginé como perritos amaestrados, o focas en cautiverio. También pensé en sus estómagos llenos de café y sus pulmones cargados de nicotina, en sus esposas reclamantes y los polvos ácidos y duros que se echarían dos veces por semana… con el celular encendido sobre la mesa de luz.

El smog hacía irrespirable el aire y mis pensamientos y sentimientos se me metían por la nariz ocupándome los pulmones y me costaba oxigenarme.

Pasó un chico flaco y orejudo manejando un ciclomotor. Llevaba puesta una chaqueta blanca y roja, y repartía algo a domicilio, pero no pude ver qué tipo de mercadería. Después pasó una señora manejando un Peugeot 404 con su crío en el asiento trasero. El niño de unos cinco años viajaba entretenido mirando por la ventanilla, sus manos abiertas, la frente y la nariz apoyadas contra el vidrio en un azul de frío empañado por su aliento igual al mío.

Sus ojos, extremadamente abiertos, trataban de comerse la realidad.

Entonces corrió un frío por mi espalda y me acordé de Eva, y el aliento de ese chico viajó hacia mí y sentí su olor y el sabor dulce de su saliva transparente, el ritmo de sus pequeños pulmones que se batían como fuelles de un pequeño bandoneón.

Y no sé por qué pensé, en ese momento, que yo estaba en realidad muerto. Y me sentí como una momia egipcia o un fósil de dinosaurio parado desde hace dos millones de años en esa esquina.

Crucé Godoy Cruz y vi venir hacia mí a un adolescente mal vestido. Tenía cara de anciano… me reconoció, se paró frente a mí y mirándome a los ojos me dijo: «querés un faso, hermano», y yo le dije: «sí, por favor…». Entonces sacó un atado de Particulares cortos que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón y me ofreció.

Yo tomé con la punta de los dedos un cigarrillo aplastado… después me dio fuego, pité dos o tres veces, temblaba sosteniendo el cigarrillo.

Tal vez mis ojos grandes y opacos evidenciaban mi condena.

Llegué a Juan B. Justo y Corrientes. La parrilla Bariloche no estaba más. Preguntando me enteré que la habían demolido. Estaban, en ese mismo instante, inaugurando una estación de servicio con minimercado y fast-food.

Una banda tocaba jazz mientras tres chicas rubias repartían globos metalizados a los automovilistas.

Todo eso era de plástico.

Ya no sabía dónde encontrar a José Torres… ni al flaco Abel.

A las seis de la tarde, después de dar una extraña teórica en la facultad, aparecí por el bar de Jesús en Cabrera y Gurruchaga. Dos parroquianos tomaban unos vinos en la barra y conversaban con él. Saludé, me arrinconé en una mesa y pedí un cortado en vaso.

Cuando llegó el flaco Abel ya había oscurecido.

Se sentó enfrente mío sin decir palabra. Después de tomar un café me preguntó:

—¿Que hacés, Adán?, me comentaron que me andás buscando.

—¿Quién te lo dijo?

—Una compañera tuya de la facultad que te escuchó esta tarde hablando mal de las hamburguesas.

—¿Viste lo que hicieron con la parrilla?

—Sí…

—¿A dónde fue a parar José?

—Está en Salta, fue a visitar a la familia.

—A veces me da la impresión de que vos sos abonado a Internet, ¿cómo te enterás cuando te busco?

—Lo que pasa es que algunos creen que inventaron las redes y a mí me parece que existen desde hace miles de años. Ahora a vivir en comunidad le dicen estar on line y cuando pueden salir de la soledad y conversar…, computadora de por medio, le dicen relación interactiva, ¡es joda, no!, les parece una novedad. Se avivaron de que el mundo es interactivo… el día menos pensado descubren el orgasmo virtual, o las papas fritas, yo que sé. Pero de cualquier manera, no hablés mal de las hamburguesas en la facultad, porque te pueden echar y hoy es tu único laburo.

—Si la gente es lo que come… los que comen hamburguesas son carne picada.

—Ya está, Adán, resignáte; los pibes que hoy comen hamburguesas, dentro de unos años van a escuchar tangos, pedir cortados en vaso y parar en bares como los nuestros. Hablando de eso… ¿cómo están los pibes?

—Bien, los pibes, bien. Yo me siento a veces una momia egipcia, o un fósil de dinosaurio, sólo a mí se me ocurre declarar a la parrilla Bariloche monumento histórico. En la facultad me miraban como a un loco, pero llegué tarde, tendría que haber presentado los papeles en la municipalidad un año antes.

Te quiero hacer una preguntas.

—Hoy no jodás, Adán, vamos a hablar de fútbol o de mujeres.

—Vos escucháme, si tenés ganas dame tu opinión.

Yo tengo ganas, muchas ganas de que vuelva Cristo, tengo hambre, el mundo me da un hambre terrible. Miro a la gente vivir, a las sociedades con sus mecanismos perversos y me da hambre, me duele que la vida sea lo que es. Entonces extraño la plenitud, tengo ganas de que vuelva Cristo, pero no para que se termine el mundo, no quiero que vuelva con jinetes y fuego y pestes y juicios.

Que no vuelva para juzgarnos… ¡para qué carajo serviría eso!

A mí me dan ganas de que vuelva y venga a comer con nosotros, o a charlar como charlaba con sus discípulos, ¡qué vuelva un rato aunque sea…!

Tengo ganas de sentir esa felicidad… la de estar con él un momento. Si después se va a otro lado no importa, me entendés.

A mí me jode que los cristianos digan que Cristo va a venir a bajar el telón: «Acá estoy, se terminó la historia. Los buenos a la derecha, los malos a la izquierda». Cristo tiene que venir de nuevo para que la historia siga, para tomar un cortado en vaso con nosotros.

—Sabés, Adán, los cristianos dicen que dejó su espíritu. Eso es verdad, todos los que mueren dejan su espíritu, pero también es verdad que uno extraña a los que partieron y Cristo partió, es lógico que lo extrañés, como extrañás a Eva o a tu padre.

A veces me parece que sufrís demasiado, como si estuvieses muy propenso al dolor. Eso es lógico con lo que te pasó, pero yo creo que hay que tratar de disfrutar.

Además, si un amigo no te viene a visitar, ¿sabés cuál es el remedio?

—¿Cuál?

—Andá a visitarlo vos…

—Sos un piola, flaco.

—Vamos a escribir un poema juntos ahora, ¿querés? El poema de Abel y Adán desde Cabrera y Gurruchaga.

—O en vez de un poema puede ser la Declaración de Cabrera y Gurruchaga, firmada por Abel y Adán, el gallego Jesús y dos parroquianos.

—Decíle a Jesús que se acerque.

Los aquí reunidos declaramos:

  • Que extrañamos a Cristo, y lo invitamos a tomar con nosotros un cortado en vaso.
  • Que deseamos que cambie el mundo, pero no el fin del mundo.
  • Que aceptamos la vida tal como es, aunque nos gustaría que sea como debe ser.
  • Que no somos un tango, aunque nos parecemos mucho.
  • Que no creemos en la bondad de las palomas ni en que el horror sea consecuencia de la muerte.
  • Que no creemos en que la muerte sea la consecuencia del pecado.
  • Ni que la vida sea un efecto ni la consecuencia de algún proceso.
  • Terrible oficio repartir equivocadamente los abrazos y los besos, terrible oficio… anidar en inhóspitos parajes donde no hay señales ni respuestas, ni ternura ni brillo en la mirada.
  • Terrible oficio no saber dónde empieza y dónde termina nuestro cuerpo. Repetir, cumplir el mandato, ignorar sobre uno mismo. Estar a merced de la crueldad.
  • Declaramos la «guerra santa» a todos los que demuelan un bar en alguna esquina de Buenos Aires, porque ésos son nuestros templos.

—¿Y vos, Jesús, qué declarás?

—Bueno, yo no estoy acostumbrado a decir cosas como las que dicen ustedes. Yo declaro que trabajo y que trabajé siempre. También digo que la gente tiene que ser honesta.

—Jesús, ¿cómo se llama el caballero?

—El caballero está medio tomado, no sé si podrá declarar algo…

—…

—Diga lo que quiera, jefe.

—Yo no tomo para olvidar. En las películas y en los tangos dicen eso, «tomo para olvidarla». Yo tomo para poder acordarme de los momento felices que viví. Declaro a Jesús mi amigo, él me atiende en este bar, charla conmigo; a veces me fía lo que consumo. Ahora que soy viejo y estoy solo éste es el único lugar del mundo donde me tratan tan bien, donde me siento bien.