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Fragmentos & Poesías

EL FLACO ABEL

Miguel Ortemberg

(Relato que pertenece al libro El Duelo)

La calculadora me fastidiaba cada vez más. Hice cuatro veces la misma operación, sumé la factura y agregué el impuesto, pero ningún resultado coincidía. El cliente esperaba ansioso y lo demostraba con su rostro rígido y la mirada clavada en mis manos.

Detrás, cinco o seis esperaban con resignación indígena ser atendidos. ¿Por qué llegaban todos juntos a la hora de cerrar? Los miré como a enemigos y tuve ganas de echarlos. Ya eran las doce y veinte y a las dos de la tarde en punto reabríamos. Poco importaba, a esa altura, el dinero podrido que llevaban en los bolsillos.

El hambre estaba ausente; tenía necesidad de parar. En cambio mi hermano Carlos, como siempre, atendía con eficiencia. El viejo siempre decía que había heredado la sangre de comerciante. En ese momento me parecía alguien mucho más fuerte que yo. Terminé de atender al comprador que seguía mirándome, lo despedí con un irónico «muchas gracias» y cerré la puerta con llave para que no entraran más clientes en busca de repuestos.

Carlos despachó a los demás. Tiré un subtotal en la calculadora y conté lo recaudado. Por supuesto no coincidía; ¡ese día no coincidía nada!

Nos quedamos solos, en silencio, mirando hacia la calle a través de los cristales sucios de la puerta: la gente pasaba apurada, se escuchaban insistentes bocinazos y una tenue llovizna brillaba en la atmósfera. Salimos y cambió la temperatura; el sudeste se pronunciaba fresco y nuevo contra nuestros cuerpos. De repente, un gran vaho de gasoil mal quemado por un rastrojero nos envolvió como una frazada sucia. Contuve la respiración para no tragarme esa inmundicia y me acordé de las caminatas por la orilla del mar pisando la espuma amarilla iodada con los pies descalzos y recibiendo, como el abrazo puro de un amigo, el viento salado. Volví a respirar cuando ya estábamos en la esquina.

Valentín Virasoro y Juan B. Justo, caminando hacia Corrientes, precisamente hacia la parrilla Bariloche, donde almorzábamos todos los días.

Mientras íbamos en silencio, se coordinaron nuestros pasos. Los dos braceábamos sincrónicamente y parecíamos dos chicos jugando a ser soldaditos que desfilan antes de la guerra. Carlos no me hablaba, y yo le devolvía mi silencio en gratitud. Esa caminata con él hacia la parrilla me pareció una procesión; a veces uno se admira de sentir a un hermano como hermano.

Valentín Virasoro con los colores de Boca amortiguando la esquina y la pinturería de Tito anaranjada, bien chillona; después Warnes, miles de repuestos; Martínez Rosas con su barcito para giles en la esquina y después sólo Eva, Eva y Eva hasta llegar.

Entramos y nos sentamos en la mesa de siempre. José Torres, el mozo que desde 1946 atendía el salón, nos saludó con un guiño. José era admirador de Julio Sosa, y a veces en sus «Buenos días» nos contaba de las épocas en que «El Varón del Tango» paraba en El Copetín, café con cinco billares hasta el año 65, así se llamaba antes Bariloche. También nos contaba de Pugliese, Maciel, Montero y otros tangueros, como Belucci, que todavía, de vez en cuando, aparecían por ahí.

Pedimos asado de tira, ensalada mixta y medio de tinto con soda. En la mesa de al lado una morena de hermoso rostro leía una novela: «Juegos de amor», decía la tapa de color rojo bermejo. Mi hermano la junó pero la niña no se dignó a mirar; el dejó de prestarle atención, me miró resignado y nos entregamos a comer como animales. Yo pensaba: a la muerte, vida; a la muerte, vida; a la muerte, vida y masticaba pan, cebolla, carne roja, vino bordeaux, globitos transparentes de soda, lechuga. Mezclaba, salivaba, destrozaba, tragaba, y volvía a empezar hasta que la grasa se enfrió sobre los platos y nos fumamos un cigarrillo con un café. Después pagamos y Carlos me insinuó que me quedara un rato más descansando. Eran las dos menos diez; me dio un beso y se fue.

Primero pensé en volver al trabajo, pero la modorra me atornilló a la silla. La ventana rectangular parecía una enorme pantalla de cine donde se reproducía en blanco, negro y gris otoñal la vida de la siesta ciudadana.

De repente se me cayó la cabeza, como los que se quedan dormidos en el colectivo, y me desperté sobresaltado. Pedí otro café y miré hacia donde estaba la morena; todavía leía su libro pero en ese momento levantó los ojos y nos cruzamos una larga mirada. Ella no bajaba la vista, yo tampoco. Y apareció Eva y la culpa de sentir atracción por esa mujer desconocida y el miedo de quedar viudo y la posibilidad de volver a casarme y nuevamente la culpa y la culpa y el sufrimiento en el pecho.

Llegó Torres con el café y se sentó a charlar un rato, el negocio estaba casi vacío. Me comentó:

—Linda siestita te echáste…

—Sí, estaba cansado.

—¿Cómo andás…, cómo está Eva?

—…

—Yo nunca me casé, ¿sabés? Pero tu mujer es joven, se va a recomponer.

—A veces no sé qué es esto, dónde estamos, qué es el mundo…

—Mirá, yo no me casé, pero tuve un gran amor; y cuando uno puede perder algo que ama mucho es lógico que se sienta perdido, pero en esos casos conviene ser concreto, estamos en Juan B. Justo y Corrientes y el mundo, por lo que me enseñaron en Salta, donde nací, es esto que vemos.

—Sí, debe ser así.

—¿Sabés a quién me hacés acordar cuando hablás raro, como filosofando…?, al flaco Abel.

—Tengo muchas ganas de hablar con él, ¿dónde está parando ahora?

—Vos sabés que él no se queda en ningún boliche mucho tiempo, pero eso sí, tienen que ser bares en esquina y que el dueño se llame Jesús.

—Sí, y que sirvan cortados en vaso y si tiene billares mejor. ¿Dónde lo viste por última vez?

—En el bar de Jesús, en Darwin y Corrientes. Hará un mes, más o menos. Me acuerdo porque tenía que levantar una deuda y pasé a tomar un café y pensar, porque en vez de guita llevaba explicaciones. ¿Ves?, eso lo aprendí con los años, a dar explicaciones. Cuando era joven la palabra valía más que un documento firmado, incluso había gente que se ofendía si le insinuabas que te firme algo. Yo jamás dejaba de pagar una deuda en fecha, pero después tuve que empezar a faltar a la palabra empeñada, será la ciudad tan grande, tan jodida… que te cambia… por eso, cuando alguien te debe guita y te dice: «mirá, te voy a explicar», si empieza así, es porque no la tiene.

—Debe ser que la palabra empeñada se ahogó en la inflación…

—Antes, ahora se la tragó la recesión.

—El flaco es muy especial; ¿dónde lo podré ubicar?

—¡Yo que sé!, últimamente está solitario. Antes charlaba con todo el mundo, ahora sólo habla con gente amiga…, esa noche que lo vi, le comente de vos y de Eva, pero estaba en sus días especiales, escuchaba pero casi no hablaba, tenía la mirada perdida, me miraba pero estaba en otro lado.

—Como que sos transparente y mira a través tuyo otra cosa.

—¡Eso… vos decís bien!, ¡cómo si uno fuese de vidrio! Lo conocés al flaco…

—Sí, cuando el flaco está ensimismado parece una estatua de yeso. Le hablás tres veces y con suerte a la cuarta te contesta.

—¿Te dijo algo para mí?

—No, mandó saludos nomás.

—Me voy, quiero ver si lo encuentro en alguna esquina, tengo muchas ganas de hablar con él, te pago el café que quedó…

—No, dejá que éste lo invito yo; mandále saludos, si lo ves, y besos a Eva.

—Chau, José, muchas gracias.

La ciudad estaba mojada, caminé por Corrientes hasta Darwin y entré en el bar de Jesús buscando al flaco, pero no tuve suerte. Pasé al baño que estaba más limpio que un quirófano y luego me fui… volví a Juan B. Justo. La recorrí hasta Córdoba y entré por la callecita apretada contra el puente. En un momento se descubrió la pobreza de familias en racimo bajo la losa resquebrajada del Tercer Mundo. Estaban en grupo dos mujeres, un nene con una pelota de plástico desinflada, un viejo lleno de lanas viejas tirado en una especie de catrera y dos o tres hombres jóvenes alrededor de una tacho de hojalata, cocinando vaya a saber qué verduras. Se calentaban las manos y hablaban bajo en su idioma.

Uno de los muchachos resultó ser un adolescente con cara de anciano, marcado desde el origen, condenado a vivir en el sótano. Su aliento con el mío y con el vapor de la lata de verduras y con el humo de los coches que caía desde el borde metálico del puente, se hicieron una pasta sórdida; el aire resultaba imposible de respirar sin sentir tristeza. Después me pidió un pucho, pero no me miró a los ojos. Le dije «cómo no, hermano», y saqué del bolsillo chiquito del saco ojo de perdiz medio atado de Particulares cortos y se los ofrecí todos; entonces me miró a la cara, pero no por lo que le di… me miró cuando le dije hermano.

Después se alejó despacio, no iba a ningún lado. Sus ojos negros, profundos y opacos evidenciaban su condena.

El volvió a su idioma y yo al mío.

Crucé Córdoba, avancé hasta Niceto Vega. Vi gatos debajo de los coches y viejas asomadas a los postigos y ventanas, parejas de ancianos mirando televisión en habitaciones con muebles importados de su juventud, ancianos estafados… mirando un televisor blanco y negro, o no, o en una de esas, yo veía en blanco y negro ese día, ¡qué día!

Después, Cabrera y Gurruchaga, el bar de Jesús con su esposa, su hija y la nietita haciendo deberes. Pedí un cortado en vaso. Bebí el primer sorbo arrancando ruidosamente la espuma tostada y al levantar la vista lo vi. Estaba parado como un cedro; firme, nervioso, espigado, con blancos cabellos cayéndole sobre las orejas. Sus manos impresionaban, parecían raíces expuestas de viejos árboles.

Su mirada profunda me decía: «¡Vine a verte!, sé que me estás buscando…».

Se acercó saludando a los parroquianos que bebían apaciblemente. Yo me paré y nos abrazamos. Sentí ganas de llorar, el flaco era como una madre, como un bar en una esquina. ¡Él tenía un hilo invisible conectado con el cielo!

Nos sentamos, se acercó la nieta de Jesús y le dio un beso. Abel le regaló un caramelo. Jesús llegó con un cortado en vaso que nadie había pedido, bien cargadito y se lo sirvió; Abel le agradeció y después de azucararlo se quedó mirándome.

Durante un rato no hablamos, sólo tomamos café. Después dijo:

—Pasé por lo de José y me contó que me estabas buscando.

—Sí, tenía ganas de charlar con vos.

—¿Cómo está Eva?

—Mal, no nos dieron esperanza…

—¿Y los chicos?

—Muy conmovidos. Estamos hablando con ellos de a poco. Buscamos y buscamos pero estamos como al principio, ¡o peor!, antes creíamos que era posible encontrar una cura.

¡No entiendo flaco…!, te juro que no entiendo nada.

—Estás frente al horror…, y el horror no es entendible; es impensable como todo absoluto. Adán, en una de ésas, lo importante no es entender, sino poder compartir, no quedarse solo en una situación tan difícil.

—Quiero que charlemos…

—Como prefieras, pero cuidáte, te veo muy lastimado.

—Ayudáme, por favor, contestáme lo que te pregunto.

—Está bien.

—Amigo Abel, ¿por qué muere lo que más quiero?

—…

—¿Por qué?, ¿por qué la muerte?

—Adán, sin muerte la vida no sería esta vida, tal cual la vivimos, la sentimos, la anhelamos. Vos querés que Eva viva más tiempo esta vida, la que conocés.

¿Qué proyecto puede concebir una humanidad inmortal más que la abulia infinita y la claustrofobia más desesperante?

—¿Entonces qué prometen las religiones?

—Me parece que estás confundiendo la inmortalidad con la eternidad. Ser inmortal es permanecer para siempre en esta vida, ya sea en un sentido estricto o figurado. Como los héroes o los grandes artistas; se dice «pasó a la inmortalidad», porque vive en la memoria de los demás.

La eternidad es la otra vida, lo desconocido, lo que nos mete miedo, el más allá, lo que está después del umbral…

—Más simple entonces, ¿por qué Eva muere ahora?, ¿por qué esta injusticia?, ¡tiene treinta y tres años…!, ¡es muy buena…!

—¿Estás seguro de lo que decís?, ¿no existe la más mínima posibilidad de cambiar la situación?

—Hasta ahora no encontramos nada que nos dé una esperanza cierta.

—¿Creés en Dios?

—¡Yo qué sé!

—Mirá, como amigo te puedo acompañar, estar cerca tuyo; creo que es lo más importante. Llega un momento en que las ideas ya no valen sin afecto; incluso, a veces, sólo valen los afectos.

—Amigo Abel, te agradezco pero tengo hambre, tengo sed, me siento profundamente vacío, desolado…

—Si hablar te hace sentir bien, seguimos hablando, si no podemos compartir este rato y mirar la vida por la ventana.

—…

—No me entiendas mal.

—¿Por qué Eva muere ahora?

—Si uno no cree en nada es fácil, muy fácil, se trata de aceptar la muerte como la vida. Simplemente estamos vivos y por un cálculo de probabilidades como el de la ruleta, o el que usan las compañías de seguros para cobrarte, te toca a vos nacer hijo de tal persona, en tal lugar, en ese momento de la historia; y del mismo modo morir, es mero azar.

—¡Es injusto, Abel!

—Sin Dios lo único injusto puede ser el asesinato, la guerra, la locura o el suicidio.

—Y si hay un Dios, ¿por qué muere Eva?

—Sólo Él lo sabe, es un misterio… Para Dios toda muerte es fecunda, y no es posible desde la fe afirmar la justicia o injusticia de una muerte.

—¡Entonces yo no soy ateo ni creyente, porque para mí Eva no merece la enfermedad y mucho menos la muerte!

—Nadie merece la enfermedad…, tampoco la muerte.

—¿Para qué sirve la muerte, Abel?, ¿para qué el sufrimiento?

—Amigo Adán, estás indignado ante lo horroroso; te sentís maltratado por fuerzas brutales e imposibles de vencer, porque están ocultas, no se muestran. No tenés con quién confrontar y eso es terrible cuando uno está furioso. Pase lo que pase, quiero que cuentes conmigo.

—Gracias, Abel…, ¿qué es la eternidad?

—Una negación, o quizá la forma perfecta de la vida.

—¿Qué es la historia?

—Una oportunidad, sea cual sea tu filosofía de vida.

—¿Qué estoy sintiendo?, amigo Abel…

—Angustia, mucha angustia. Adán… todas esas cosas que me preguntás están respondidas en un libro que sólo Eva y vos pueden abrir y leer, porque está escrito en un idioma que es el idioma del amor que se profesan.

—¿Dónde está ese libro?

—Dentro de ustedes… Yo no soy un predicador, soy un pensador porteño, anarquista, místico y demasiado viejo.

¿Estás bien, Adán?, te ves muy pálido.

—Creo que sí, necesito hablar a casa, ¿puedo pagar los cortados?

—Como quieras.

—¿Cuándo podemos volver a charlar?, ¿qué hora es?

—Cuando quieras, cualquier cosa que necesités dejále dicho a José y yo te ubico en el negocio. Son las siete y media.

—Muchas gracias, sos un amigo…

—Saludos a Eva y besos a los purretes, cuidáte mucho.

Cuando me despedí de Abel estaba temblando. Caminé sin pensar hacia el teléfono público y marqué mecánicamente el número de mi casa.

Al escuchar a Eva en la línea me serené. Su voz me transportó a Mataderos, al pulmón del hogar de nuestros hijos, y se me abrió en el pecho un dique de afecto y retumbó el corazón que tenía enganchado con un alfiler de gancho y la sangre se me descongeló instantáneamente, entonces cambió el color de ese día, en ese instante en que Eva me dijo «hola, mi amor» y cuando yo le dije «bien, mi vida, te amo mucho». Y al escuchar los gritos de los chicos jugando y el ruido del televisor, imaginé el vapor de la sopa desprendiéndose del hervor. Ya no me importó el viaje solitario en colectivo, ni la llovizna, ni el frío, ni la caminata, y vinieron a mí imágenes de antiguos héroes cruzando mares congelados, hasta que Eva me abrazó con dulzura y me premió con sus labios. Hasta que me cobijé del cielo implacable que cubría Buenos Aires.